Por Hugo Rose Plant
Generalmente estoy en contra de todas las consignas populistas, me repugnan los slogans y me dan escalofríos las sentencias determinantes y sin espacio a dudas. Las combato siempre, con razón y método. Pero creo que nunca ha sido tan necesario que se refunde este país, nunca en todo este peregrinar pseudodemocrático de la postdictadura, había sido tan perceptible la sensación común de que ese Chile nacido en la medida de lo posible, se acabe. Aclaro desde ya que esta breve columna no tiene ningún interés de ser un manifiesto, porque tengo más dudas que respuestas y, también, porque pienso que nada ni nadie evitará que seamos lo que estamos destinados a ser, por consecuencia: una tierra que se dejó mancillar, vencer y vender.
Una vez Ricarte Soto definió a Chile como “la Corea del Norte del Capitalismo”. Probablemente sea la mejor descripción de un país que sirvió como experimento de un sistema de libremercado ortodoxo, donde el poder de los privados supera con creces al del Estado, esa magna estructura republicana que sólo queda reducida a un rol fiscalizador, represivo, mas no garante de ningún derecho, y que se desvanece en concesiones a la iniciativa privada, que se jacta de hacer que todo funcione, porque el Estado es por antonomasia un pésimo empresario a quien acudir cada vez que la banca está al borde del abismo.
Vivimos en uno de los países más desiguales del mundo, más de la mitad de los trabajadores viven con menos de 300 mil pesos al mes, más del 80% de chilenos no entiende lo que lee y, para colmo de males, el nivel de comprensión lectora de la élite criolla –quizá la más rasca, aspiracional y ridícula del orbe- es igual a la de un obrero estadounidense.
Hasta ahora, no se ha dicho nada nuevo respecto a nuestra situación actual, y aquí es donde me quiero detener, en ese presente lleno de frustraciones, de incertidumbre, de crisis de representatividad y de credibilidad, todo eso que desencadena en nuestro alejamiento de las instituciones que tienen a la corrupción como eje de acción. ¿Qué nos hace seguir viviendo así? ¿Por qué aún hay espacio a la esperanza en un país que está al borde del colapso en todos los sentidos posibles? La razón me conduce a esta respuesta: es el país donde todos los 19 de cada mes, El Mall de la Fe situado en Reñaca, se repleta de personas que van a orar a San Expedito, “el santo de las causas urgentes”. Sin duda necesitamos creer en alguien.
Estos últimos días han sido de bastante alboroto. No estoy muy seguro de lo que diré y espero me perdonen si lo consideran muy iluso, pero creo que por primera vez en mucho tiempo, la élite ha sentido la soga al cuello. Muchos golpecitos en el hombro le pueden dar a Bachelet, pero me niego a pensar que toda esta gente viva en un mundo tan fantasioso. ¿En qué fundamento esto? Primero: el llamado a un proceso constituyente; segundo: aviso de cambio de gabinete a todo Chile, en entrevista con quien –desgraciadamente- es el único rostro creíble de este país; y tercero: la consolidación del cambio, la entrada de más políticos al gabinete y la vuelta de la Democracia Cristiana a ese feudo del Ministerio del Interior que tanto les gusta tener. Son tres pasos, cortitos, pero de gran efecto mediático, porque si de una cosa estoy total y absolutamente seguro en la vida, es que Bachelet es una tremenda publicista. Se supo vender desde que era Ministra de Salud, donde aprendió que “la capa blanca en este país siempre vende”.
Todo ese manoteo en altamar de los concertacionistas financiados por Julio Ponce Lerou, yerno de Pinochet, nos puede volver un poco locos. De la UDI no hablaré esta vez porque me dan pena, y porque espero que ahora sí las juntas de vecinos de nuestros barrios no se vendan por un té- lotería con brazos de reina y alfajores, o por clases de baile entretenido y zumba que hacen los profesores de la Corporación Municipal por unos pocos pesos más. Espero, que en toda esta juguera, salga la pulpa que nos impide ser jugo, que nos atrapa desde las celdas hasta las cáscaras.
Ya no basta con reír de forma pícara. La risa nos ha servido para sobrellevar tanta amargura, para negarnos a ver cómo nosotros mismos nos bajamos los pantalones por el bien y el orden de un país que no nos pertenece. La risa ha servido como instrumento de ridiculización de Martín Larraín, Sebastián Dávalos, Michelle Bachelet, etc., pero no como un medio de problematización y de crítica. Quizás ahí esté el problema: no consideramos que toda esta mierda nos debiera preocupar tanto como para acostarnos preocupados por las noches y levantarnos temprano, sabiendo que en treinta años más, la mayoría de los chilenos no recibirán ni siquiera la mitad del salario que perciben ahora. Pero qué terrible sería si no riéramos, qué amargos y grises serían los días si nos tomáramos en serio el colapso del agua en un país con las más grandes reservas de agua en el mundo; qué triste sería pensar en el desayuno que tendrás que ir a comprar algo compuesto en un 70% de cobre, que extrajo Farkas y los gringos pagando un royalty miserable; qué horrendo sentiríamos si al tocar un quiste o una hernia, nos diéramos cuenta que debemos esperar cinco años a que corra la lista de espera del hospital público.
Lo indigno se volvió costumbre, y creo que nos merecemos más. Por estas y otras razones: Que se acabe Chile y que nos conquiste Bolivia. Al menos, tienen el “problema” multiétnico resuelto en una constitución que debería ser modelo para un pueblo de jaguares, que no son más que los gatos que siguen la luz del láser en la pared.
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