Por Chica Protón
Algo me pasa que siempre he encontrado pasada a caca a la gente que, en reuniones sociales, se jacta de haber viajado a Europa. Cuando lo dicen a pito de nada, cuando lo dicen solo para sentirse importantes, para que el resto les preste atención y creer de alguna manera que son admirados. Y claro, el resto siempre les presta atención, la mayoría generalmente, no entiendo porqué; y se quedan boquiabiertos como pensando que el otro o la otra es casi un ser superior por haber estado en Italia o Alemania o qué se yo donde.
Obviamente, en estas reuniones, contar sobre la experiencia de haber estado en un país europeo es por turnos; entonces, primero cuenta su experiencia pasada a caca uno, después otro y otro y así. Cuando llega mi turno, me dicen: ¿Y tú has viajado? Yo solo asiento con la cabeza y sigo en silencio, escuchando al resto. O trato de decirlo bien rápido, sin modular mucho y sin subir el tono de mi voz. Sí, me incomoda el protagonismo, aunque sea por unos segundos, aunque sea delante de un grupo pequeño de personas, aunque sea para decir sí, conozco Londres. Algo simple y sin importancia para algun@s, pero absolutamente intragable para mí. Comparto mis experiencias y anécdotas de viajes, y de vida, solo con mis buen@s y cercan@s amig@s.
Pero tengo una anécdota, una anécdota que me sucedió durante un viaje y que me gustaría compartir simplemente porque está relacionada con la música -que much@s no podemos vivir sin ella- y con una de las bandas más emblemáticas e innovadoras de Inglaterra, nada más y nada menos que Radiohead. Así que, sin ánimo de dármelas de nada, aprovecharé el anonimato que encuentro en este espacio y compartiré lo que me sucedió en un viaje a Inglaterra.
En 1998 tuve la oportunidad de viajar y recorrer ese verde país. Sola. Sin miedo. Tenía 20 años. Antes de entrar de lleno en esta anécdota, debo aclarar que mi mamá, como toda mamá primeriza, experimentaba conmigo mientras estaba en su vientre. Ponía en su guata audífonos para que yo escuchara a Queen y los Beatles. ¿Resultado? Traductora inglés-español y melómana. No tenía otra opción. Me condicionaron. Así, en tercer año de traducción partí. Quería conocer no solo las ciudades de las que me hablaban mis profesores de la universidad, sino también las ciudades de las que provenían las bandas que había escuchado desde que era prácticamente un cigoto. Liverpool para los Beatles; Birmingham para Black Sabbath y Duran-Duran; Londres para Zeppelin y The Clash; Bristol para Massive Attack. Me conformaba con conocer cualquier lugar relacionado con una de estas bandas, un bar donde hubiesen tocado en sus inicios o tomarme la clásica foto en Abbey Road.
Pensaba visitar Oxford, pero admito que no pensé en Radiohead. A pesar de que sí me gustaban. A pesar de que sí tenía el cassette de Pablo Honey y sí había decidido a conciencia, cuando mis papás pudieron adquirir un equipo de radio con tocador de discos compactos, que mi primer CD no fuera otro más que The Bends. Tengo en mi mente imágenes, fotografías de aquel momento, recorriendo las distintas secciones de la tienda de discos, revisándolos detenidamente, tomándome mi tiempo, no iba a ser una elección al azar. ¿Cuál?…¡¿Cuál?! ¿Me dejaría llevar por los dulces, melodiosos y contagiosos violines de Bittersweet Symphony que sonaban como disco rayado -literalmente- en las radios de ese tiempo? ¿Me dejaría llevar por la imagen y la voz del guapo Richard Ashcroft? Naaa. The Bends, tenía que ser The Bends. La primera vez que puse el disco en el equipo nuevo y comienzo a escuchar la introducción de Planet Telex. ¡Ah! Eargasm. Inevitable no escuchar el disco una vez más mientras escribo esta historia.
Al recordar estas situaciones, me pregunto por qué no había pensado en Radiohead al visitar Oxford, ahora me parece tan evidente, incluso indiscutible. Yo no lo había planificado dentro de mi viaje, pero la vida se encargaría de restregarme esta mala decisión en la cara.
Días antes de ir a Oxford conocí a otra chilena, ya no recuerdo su nombre y unas líneas más abajo entenderán por qué. La verdad es que decidimos ir a esta ciudad no para otra cosa sino que conocer la famosa universidad: maravillosa, solo magnificencia, lugar de formación de destacados políticos, escritores, científicos, etc., etc., etc., bla, bla, bla. Sinceramente, me cansé de tanto recorrer los «colleges» de este lugar y de absorber tanta información. Necesitaba en ese momento algo más relajado y sólo deambular. Vemos en ese momento con la otra chilena un mercado de las pulgas. Eso nos sirve, dijimos. Y fuimos. Recorríamos el mercado conversando, preguntando precios, viendo si en estos lugares era todo realmente más barato que en el comercio regular. Al llegar a uno de los puestos, vemos que hay otras personas preguntando precios también, así que esperábamos nuestro turno para que nos atendieran. Quise poner atención a la situación, observar los gestos, escuchar las preguntas y respuestas de una situación cotidiana que si la hubiese vivido en mi país la hubiese obviado, pero que al estar en otra cultura me parecía absolutamente interesante. La persona que estaba en ese mismo puesto, a mi lado, preguntando precios, era un hombre, de pelo claro, bajo, solo unos centímetros más alto que yo, así que quise mirar de reojo su cara, con precaución, porque sabía que hacer contacto visual con otras personas en una situación que no te incumbe no es correcto. No hay que meter la cuchara. No hay que meter la nariz en los negocios de otros. Mind your business! Sin embargo, algo me llamó fuertemente la atención en este hombre. Quise mirarlo de frente pero no me atreví, así que giré mi cabeza en un gesto rápido para mirarlo y luego giré la cara para el otro lado, todo en fracción de segundos. Me puse nerviosa. Algo había en el rostro de este hombre. Yo sabía que lo había visto antes. Di tranquila, pero calculadamente, un paso hacia atrás. Ahora podía mirar su espalda y me sentí lo suficientemente calmada para observarlo detenidamente. Comencé a mirar su pelo, el color claro y largo de este, su cuello, estatura y vestimenta: jeans holgados y chaleco desaliñado. Mientras analizaba estos elementos, en mi cabeza estaba la frase: Yo lo cacho, yo lo he visto. En mi mente trataba de conectar la cara que atrevida y rápidamente había visto de reojo con lo que veía ahora desde atrás. Mi cerebro unió todos los elementos. Mi nerviosismo aumentó. Di varios pasos atrás en ese momento. Estaba casi segura. Le digo a la otra chilena: ¡Es Thom Yorke! ¡Estoy casi segura que es Thom Yorke!, lo digo en voz baja, casi susurrando para no llamar la atención de nadie, pero también con un poco de nerviosismo. La chilena pregunta, ¿Quién es Thom Yorke? ¡Huevona, el vocalista de Radiohead!, respondo. No lo cacho, me dice. La miro con cara de sorprendida y frunciendo el ceño, como pensando ridícula, cómo te atreves no conocer a Radiohead. Nuevamente dirigí la vista al hombre que tenía delante. ¿Cómo podía estar cien por ciento segura de que era él y no alguien muy parecido? Le susurro a la chilena, si se da vuelta y tiene un ojo más chico que el otro, es él. ¿Qué?, me pregunta un poco sorprendida. Yo repito entre dientes, si se da vuelta y tiene un ojo más chico que el otro, es él. De eso yo me acordaba en las imágenes que veía de la banda en revistas. Que se dé vuelta, que se dé vuelta, me concentro, tratando de hacer efectivo el poder de la mente. El hombre de cabello corto y claro gira. Sí, tiene un ojo más chico que el otro. ¡Sí! ¡No lo podía creer! Tenía a Thom Yorke delante mío, lo reconocí y nadie más parecía reconocerlo, pero yo. La única. Frente a frente los dos.
Tenía una cámara fotográfica conmigo, pero me paralicé, se paralizó mi cuerpo y todo el inglés que había aprendido desde niña. Ni siquiera atiné a decir «Please, a photo» o «Photo, please». Nada. De mi boca no salió absolutamente nada. Sólo lo miraba fijamente, no creyendo que era realmente él. El también me miró, pero al ver que no dejaba de mirarlo, creo que se comenzó a molestar porque frunció el ceño y comenzó a caminar. Cada cierta cantidad de pasos se giraba y me volvía a mirar con el ceño fruncido. Se volteó una tres veces y las tres veces yo seguía paralizada, mirándolo como se alejaba. La chilena tironeó suavemente de mi chaqueta para que despabilara y me dice, ¡Dani, ya! Parece que se está enojando. Mind your own business!, pienso y reacciono. Obvio que se debe haber molestado. La embarré, pero bueno, no importa, filo. Ninguna palabra salió de mi boca para haber perpetuado ese momento con una foto, pero lo miré por tan largo rato que más que una sola fotografía, tengo un rollo fotográfico completo en mi cabeza. Toma por toma de ese momento, que no sé si logro plasmar de la misma manera en estas páginas. Probablemente no, pero en mi memoria está preciso el clic del obturador cerebral del momento en que él se gira y yo puedo confirmar que es Thom Yorke, sólo él y nadie más, y sé que era él porque tenía un ojo más chico que el otro.
* Terminé esta historia escuchando Fake Plastic Trees.
junio 22, 2015
ResponderEliminarLuz
Me encantó este «relato urbano». Bien escrito, logra transmitir desde la transgresión del lenguaje una experiencia personal que podría resultar trivial, y sin embargo, significativa. Términos como: «pasado a caca» y «huevona» deberían eso sí exponerse tal cuál: Pasa’o a caca, hue’ona! qué es el «uso real» ….Felicitaciones entonces a Chica Proton! espero el próximo relato.
diciembre 3, 2016
ResponderEliminarPatohead
Muy buen relato. Me gustaría comentarte el mío, cuando con mi hermano menor nos topamos con Jonny Greenwood en una disquería que en ese tiempo tenía una sucursal de una empresa de retail en Antofagasta. Pero no lo voy a hacer ahora. Saludos!